Como entonces, analizar
hoy el rol que deben cumplir los trabajadores en la política y la sociedad se
impone como una urgencia insoslayable; hoy, que se cumple un nuevo 1 de mayo,
un nuevo Día de los Trabajadores y las Trabajadoras, un nuevo aniversario de la
masacre de laburantes que lucharon por conseguir la jornada de 8 horas, entre
otras cosas. Y otra vez en la historia, los trabajadores pagando con sangre el
nacimiento de derechos que transformaron para mejor, aunque sea un poco, las
condiciones de existencia de sus castigadas vidas.
Nos dicen hoy
que fueron mentira aquellas luchas, aquellas ideas, que supieron empezar a
construir una sociedad nueva socialmente más justa, donde, paulatinamente, el
hombre comenzaría a dejar de ser el lobo del hombre.
Nos dicen hoy,
que esas ideas quedaron vetustas. Lo dicen quienes vienen gozando desde hace
décadas de las mieles de haber obtenido un triunfo parcial en la batalla contra
los trabajadores. Lo dicen quienes aseguraron que las reglas de mercado
forjarían el reino de la igualdad mediante el estímulo de la competencia,
dejando atrás esos viejos y osados intentos de cuestionar el sacrosanto papel
de la propiedad privada de todo aquello que produce.
Pero el reino de
la igualdad no llegó. Y no llegó no porque se frenó un proceso, sino porque
este proceso no hizo más que consolidarse y profundizarse cada día más. Cuando
el muro se tiró solo se socializó la pobreza, castigando cada día a más
cuerpos, se privatizó cada día más la riqueza, que, desde aquellos años, se ha
concentrado cada vez en menos manos.
Luego de la
furiosa ofensiva del neoliberalismo, como momento del capitalismo, llegó a
nuestro continente, a nuestro país, un soplo de aire fresco. Las ruinas de la
sociedad dejaron poco margen de avance a nuevas intentonas liberales, sobre
todo en nuestro país, y aquellos que lo intentaron terminaron saltando por los
aires. Los políticos que lo entendieron lograron, nuevamente, articular con las
ínfulas de lucha de nuestro pueblo y los anhelos de alcanzar una vida mejor.
Néstor y
Cristina en Argentina, Hugo Chávez en Venezuela, Lugo en Paraguay, Correa en
Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Lula en Brasil, Bachelette en Chile, Zelaya en
Honduras…todos ellos y ellas, con matices y diferencias, a veces muchas diferencias,
lograron interpretar ciertas demandas de los pueblos a los que les tocó
representar. Este fenómeno se percibió como una oleada de gobiernos
“progresistas” que se asentaron en América Latina.
Sin embargo,
llevaban en germen el talón de Aquiles que provocaría en algunos casos sus
derrotas electorales, como en el caso de Argentina, y en otros, directamente
golpes militares y cívicos que pusieron fin a sus mandatos, como en el caso
Bolivia, Honduras, o casos mixtos de articulación de fuerzas represivas con
golpismo parlamentario, como en Paraguay y Brasil. Solo Venezuela, y no sin
complicaciones, contradicciones y dificultades, supo permanecer en pie cuando
llegó el momento de la furiosa reacción de los sectores concentrados del
capital. No es casualidad: las ideas de Hugo Chávez planteando el “Golpe de Timón”
y la organización de las “comunas” para defender y profundizar las
transformaciones jugaron y aun juegan un rol clave.
¿Cuál es ese
talón de Aquiles?
Sin dudas las
causas de ese retroceso son múltiples. Primeramente, vemos la ofensiva eficaz y
eficiente de estos sectores que cuentan absolutamente con la propiedad de los
principales resortes de la economía de nuestros países, lo que les brinda un
manejo de los recursos naturales orientado hacia formas de acumulación que sin
dudas los tienen como beneficiarios principales. Sobre este poder, el verdadero
y profundo, es donde se asienta todo un andamiaje de remaches que sostienen y
consolidan ese poder: medios de comunicación concentrados, estructuras
judiciales de formas cuasi feudales estrechamente ligadas a esos sectores
económicos, representantes políticos salidos de sus riñones de clase, universidades
difusoras de discurso y constructora de cuadros tecnocráticos formados en las
ideas liberales, etc.
Sin embargo,
esto solo no puede explicar estos retrocesos. Algo que caracterizó, en mayor o
menor medida, a estos procesos, fue la escasa participación de los sectores
populares como sujetos activos de la transformación de sus propios destinos. En
el mejor de los casos, los mismos fueron empleados como masa de maniobra para
imponer reformas políticas, en muchos casos progresivas para los trabajadores y
trabajadoras. Aquellos momentos donde estos sectores participaron más
activamente, fueron los que dieron a luz las medidas de mayor alcance y
profundidad, como por ejemplo la nueva ley de servicios de comunicación
audiovisual, que aún hoy continúa vetada.
Luego de la
caída del muro, y con el retroceso del movimiento obrero como actor político en
el tablero mundial, se fue forjando a fuego lento pero constante un sector
político social que renegaría, aparentemente, tanto del “extremismo” de medidas
de carácter social, impuestas por los trabajadores y sus intentos de superar el
sistema, como así también de un supuesto “capitalismo salvaje” o
neoliberalismo. Esta corriente de acción y pensamiento ganó terreno ante el
espacio vacante que dejaban los sectores populares en ese momento de derrota
momentánea; las dictaduras en el continente, y en nuestro país en particular,
no pasaron en vano. Se llevaron quizás a muchas de las y los mejores de los
nuestros, los que llevaban en su práctica y prédica cotidiana el germen de un
mundo nuevo.
Irrumpieron con
marquesinas de novedad estos representantes forjados en las ideas de la
socialdemocracia, para quienes podía hallarse un punto de equilibrio que no
cuestionase el desigual sistema de acumulación de riquezas pero que a la vez no
cayese en posturas de “asfixia estatizante”.
Palabras como
“democracia” e “institucionalidad” comenzaron a llenarse de un nuevo sentido,
con un nuevo contenido de clase, el de los que estaban imponiéndose en la
disputa. No se vaciaron de contenido, como suele repetirse, dando a entender
que existen “significantes vacíos”, sino que estos términos adquirieron el
sello del capital, lo que aún se impone hoy en día.
Muchas y muchos
de los cuadros políticos y sociales nacidos al calor de estas ideas no logran trascenderlas,
sino que, al contrario, las repiten constantemente, difundiendo de esta forma,
el sentido común de los sectores dominantes. Después de todo, ¿Qué es
democracia, votar cada 2 años, discutir leyes cuyo sentido real no se sitúa en
un edificio sino en la potencia de los sectores sociales que las sustentan?.
¿Qué es la institucionalidad, un edificio y conjunto de personas que son
representativas en tanto defiendan los intereses de los sectores
dominantes?...tienen significante, pero se lo está poniendo el enemigo de clase
de los y las trabajadoras.
Estas oleadas de
avances y retrocesos de medidas progresivas nos deben llevar a repensar
urgentemente en que estamos fallando los sectores populares para poder dar
vuelta la taba de una vez.
En este sentido,
el movimiento obrero argentino, uno de los más combativos del mundo, ha
generado algunas ideas cuyo carácter progresivo ha mirado más lejos que
cualquier otro. Los programas de Huerta Grande y La Falda dan por tierra con
esa mirada “progre” y “socialdemócrata” de las medias tintas y, por otra parte,
también se burlan de un corporativismo abstracto, que implica el hecho de creer
que si un trabajador o trabajadora encabeza un proyecto político este se vuelve
positivo “per se”.
Una o un
dirigente obrero puede volverse transformador cuando sintetiza en sí un
programa que represente los objetivos históricos de transformación y liberación
social, económica y política que necesita nuestra clase. Se impone hoy más que
nunca la necesidad de abandonar los programas políticos de los sectores
“humanos” del capital, los proyectos de la progresía y la clase media, para
pasar a la ofensiva contra los sectores dominantes, algo que solo podremos
lograr si entendemos a las masas trabajadoras como constructoras de su propio
destino, masas como las que lograron un 17 de octubre.